13/10/09

Alguien erotizó la tarde



Ian Soriano
Alguien erotizó la tarde. Flor y su
vestido blanco, y su sudor de mojigata. y
Ester, con sus medias negras goteando
en mi frente y sus tacones soberbios
l e v a n t a n d o s u s n a l g a s . Y y o
masturbándome debajo del escritorio,
mientras el círculo de ineptos que a mi
lado laboraba podía concentrarse en su
trabajo; todos frente a sus computadoras
como héroes amansados, fustigados por
unos cuantos billetes, ¿qué miserable
polvareda abrumaba sus cerebros? Flor
y su fondo blanco, y sus calzones
holgados y su mente serena. y sus
extrañas facciones de felino, con su
peineta sujetando su cabellera. y Ester
virando su silueta con expertos
movimientos de hombros erguidos y
rizados aromas alrededor de su espalda.
y Damaris aún virgen, acomodando
periódicos con las manos hasta que su
culo madurara más de dieciocho años;
algo en su rostro revelaba que estaba
contenta así. Carmen la-más-buena, sin
suficientes defectos como para poner
caliente a un alma y a un cuerpo,
chaparrita pero bien redondas y
bronceadas sus caderas y caireles de
membrillo rojizo. Deisy caminaba
chueco, se paraba de su silla y evadía las
órdenes de los jefes -animales en ese
momento- que babeaban mientras las
blancas y redondas tetas de ella se
movían del norte al sur de la oficina,
entre halagos, visiones y reclamos de
que por qué llegaba tan tarde pero que no
había problema porque “después me
pagas las horas”.

Pero vuelvo a Ester -de la edad de mi madre-, quien me esperaría detrás de la puerta de la oficina para mostrarme la maternidad de las diosas que nunca amamantaron a sus hijos antes de que e l mundo se volviera tan contradictorio y comenzaran a ladrar

los hombres dentro de las oficinas de tangas renombre y recato, más a fuerza que

de ganas de que ninguna señora se fuese de vacaciones sino hasta que las acabaron las máquinas se apagaran y los motores de los hombres estuviesen hasta el forro de trabajo automático merced del dinero. Porque, al fin y al cabo, a todas había que pagarles, a pesar de que nunca nos cumplieran ningún miserable sueño o fantasía. Bajo la circunstancia de que varias de ellas aún no descubrían el meollo del gusto por la belleza sexual que las hacía existir, por la desgracia de que la mera enfermedad del demonio lujuria no particularizaba a ninguna de ellas sino que por simple instinto animal y de vulgaridad eran tomadas por nosotros, circunstancia que debía ser inaceptable.

Nada menos que uno más de los absurdos presagios de siglos anteriores, cuando ni ellas eran la maquinaria sexual ni nosotros la monetaria. Cae la herencia de una peste en nuestros ojos y más allá de los valses que nunca bailaremos en las pistas sino dentro de sus faldas porque (¡maldito el que inventó la lencería!) deberían dejarnos ahí escondidos para siempre. Muta nuestra agonía a la temperatura ambiente de sus encantos, en medio del humo de cigarrillos y smog de glorietas donde van a comer, donde pasean más de mil cuerpos amorfos e inútiles, hartos de que nadie los posea. Porque son feos pero tienen sed, y son feas pero visten tangas, y sus nalgas son planas, amarillas y chuecas, pero se componen, o lo intentan. Y se acabaron las percepciones cómodas desde que ninguna tiene rumbo ni estrategia, porque nadie las quiere, pero vamos por ellas, que no las dejen. Y también las gordas nos gustan.¿Quién explica el karma de las gordas? Recargan sus panzas sobre nuestros ombligos, repugnantemente; deliciosas las gordas, pero nunca sutiles. Gordas con más devoción erótica que las flacas de vestidos largos y sonrisas codiciosas, ejecutantes de danzas en las que nadie debería de abrir los ojos; las siluetas las reinas que dan pasos hacia atrás, las gitanas, las negras, las de piel muy blanca, enfermizas, las que nunca sabrán sentarse “correctamente” después de casarse,

Nada menos que uno más de los las que morirán sin noviazgos, las quedadas, las de nadie; su rimel escurrido, sus espaldas en escombros, su corazón arde con ellas. Y ellas creen que nosotros las queremos. y nosotros queremos que ellas nos crean, o nos creen…de nuevo.


Ian Soriano, Ciudad de México, 1982. Parte de sus poemas y cuentos están publicados en las antologías:
Tigres del Porvenir, Descifrar el Laberinto, Poesía Cero y Cupido Internauta. Obtuvo el tercer lugar en el
Concurso Nacional de Poesía El Laberinto 2007. Tiene publicado el poemario “Explotó todo el aroma de la
sangre”, bajo el sello Versodestierro, 2009.



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